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Apertura y obturación: la "escucha" como dispositivo didáctico


Comienzo estas notas proponiendo una idea, a la que he llegado luego de un tiempo de reflexión sobre mi práctica como docente de la asignatura de filosofía en el bachillerato: una propuesta didáctica que entienda la enseñanza de la filosofía no como la transmisión académica de contenidos ajenos a la realidad vital de los alumnos, sino como el desarrollo creativo de su pensamiento, debe considerar como material privilegiado de la actividad en el aula las referencias “pre-filosóficas” que los alumnos traen consigo a la clase. Este supuesto exige que la actividad docente debería crear las condiciones para que el pensamiento de los alumnos pueda expresarse. No obstante, he constatado que en la práctica de muchos profesores de filosofía, y en la mía propia, se da una frecuente tendencia a obturar esa expresión.
De hecho, la apertura y el cierre de las vías de expresión, de manera alternativa y continuada es una característica consustancial a cualquier proceso comunicativo. Sería imposible convivir en una situación de comunicación permanente, de continuo “grifo abierto”.
Estos procesos son generalmente inconscientes e involuntarios. Suelen ser respuestas homeostáticas que procuran mantener la ecología de las relaciones, continuamente alteradas por las diferencias, los conflictos, las estereotipias y los prejuicios, las fobias, los miedos y la ansiedad que estos provocan. La cuestión es poder llegar a hacer consciente estos efectos de obturación y de apertura en el contexto de la clase, reconocer las prácticas que los producen, y de esta forma desarrollar estrategias para evitarlos o promoverlos mediante la aplicación reguladora de determinados recursos didácticos.
Hay momentos privilegiados –y también escasos– en los que la expresión del discurso de los alumnos se manifiesta plenamente. El docente se encuentra entonces ante un triple desafío: saber identificarlos, saber promoverlos, y saber interpretarlos.
Digo desafíos porque las dificultades no son pocas. Cuando se dan esos momentos de libre expresión del pensamiento de los jóvenes, las circunstancias que los posibilitan suelen ser fortuitas y por un descuido o relajación de la dinámica de control que el profesor suele mantener en el aula (la disciplina, las explicaciones académicas, las programaciones, los exámenes). Por otra parte, la expresión del discurso propio de los alumnos suele manifestarse en formas poco reconocibles y, no pocas veces, sancionables: el humor, las intervenciones fuera de lugar, el exabrupto. La escucha docente pareciera sólo estar preparada para captar las intervenciones “educativamente correctas”. Finalmente, si resulta difícil promover la expresión, o reconocer sus manifestaciones, mucho más lo es poder analizarla e interpretarla. Agravado este hecho por la implicación cuestionadora que para la posición docente suele tener la libre manifestación del discurso discente: el escuchar de manera atenta lo que dicen los alumnos significa a menudo para el profesor verse llevado a la revisión de su propio discurso, encontrarse ante un espejo que le devuelve una imagen no siempre satisfactoria.
Pese las dificultades, si se admite que la expresión del pensamiento de los alumnos es fundamental para el desarrollo de una didáctica reflexiva y de investigación, necesariamente se ha de promover los momentos de apertura del discurso, y reducir los momentos de obturación. No obstante, también es necesario tener en cuenta que la obturación no es negativa en sí misma; e incluso muchas veces necesaria, principalmente en aquellos momentos que resulta imprescindible producir un cierre de la expresión, indicar un límite, corregir un error, o sencillamente transmitir una información que creemos necesaria.
Conviene profundizar en las características de estos dos procesos opuestos: la apertura y la obturación o cierre. Ligada a la idea de apertura está la de “escucha activa” entendida como una actitud que facilita la expresión del interlocutor. En cambio, la obturación se produce como efecto de la ocupación del campo de comunicación, y consiste en la inhibición de la expresión discursiva, en nuestro caso de los alumnos. Es un efecto que se puede prolongar después de la ocupación, y que llega a inhabilitar el posterior esfuerzo por reestablecer la escucha. Es el caso de aquel incómodo momento, después de una magnífica disertación, en el que el ponente demanda la intervención de los oyentes para que manifiesten sus puntos de vistas o sus dudas respecto de lo que se ha explicado y se obtiene, como única respuesta, el más absoluto silencio. Durante la clase magistral no se ha reprimido, de manera manifiesta, la libre expresión de nadie; sin embargo, la explicación ha sido tan clara, tan completa, algunos dirán tan “didáctica”, que ya no queda nada más para decir, ni para preguntar, ni para cuestionar, ni para nada, sólo el silencio, la total obturación. La conclusión de este ejemplo es que el efecto de obturación no consiste únicamente en impedir materialmente la expresión, sino también en concluir y cerrar el discurso, incluso en contextos aparentemente abiertos y democráticos.
Muchos factores pueden provocar el cierre, de no todos es responsable la acción docente. Una interferencia imprevista, la rotura de un clima conseguido, la acción involuntariamente boicoteadora de algún integrante del grupo, la ansiedad que puede llegar a producir en los alumnos el rozar ciertas fronteras sensibles, o el enfrentarse ante un problema que supera su capacidad para resolverlos. Muchas veces la obturación o el cierre se presenta como la necesidad de un descanso, de un intervalo, de un momento de relajación. O como respuesta inevitable ante un acortamiento excesivo de las vías de comunicación (el azoro que produce una manifestación emocional demasiado franca o directa), o bien, por el contrario, ante un alargamiento de estas vías (debido, por ejemplo, a la timidez o al desinterés).
Sin embargo, el problema se plantea cuando la práctica docente se muestra constitutivamente obturante. Sin descuidar los aspectos sistémicos o contextuales, es posible reconocer factores subjetivos como, por ejemplo, el sentimiento de vulnerabilidad o de pérdida del control que produce la perspectiva de ponerse a escuchar y abrir un campo de libre expresión para el interlocutor. El discurso expreso manifiesta y refuerza nuestra identidad; la escucha, en cambio, parece que nos anula y nos somete al protagonismo y la intervención de los demás. La actitud defensiva propia de una cierta manera de ser masculina, en nuestra sociedad patriarcal, puede ser un modelo de conducta obturante (la inexpresividad emocional, las actitudes autoritarias o competitivas). En cambio, la receptividad como rasgo que nuestra cultura parece haber asignado a lo femenino –que no necesariamente a las mujeres–, nos podría llevar a pensar que determinados individuos con ciertos rasgos de género, serían más idóneos para la escucha, y también para las tareas que conlleven el cuidado y la atención afectiva, en las cuales la receptividad es requisito indispensable. Con estas reflexiones seguramente nos vamos bastante más lejos del punto inicial, es decir, la necesidad didáctica de controlar los procesos de apertura y obturación de los discursos para el desarrollo de una práctica docente investigadora. Sin embargo, no estaría de más concluir en la importancia que también tiene para ello el considerar a la escucha como una acción didáctica ligada al cuidado y a la empatía emocional.
Agrego una reflexión personal sobre aquellos rasgos obturadores que observo en mi propia práctica; y sin pretender auto-justificarme con ello, también los identifico de manera bastante generalizada entre los profesores de filosofía. En mi caso observo dos situaciones diferentes: las prácticas obturadoras en la relación con el grupo-clase, y las que se dan en mi relación individual con los alumnos.
En la primera situación predomina la obturación por “magistralidad”. A pesar de que intento que mis clases sean lo más dinámicas posible -generalmente intercalo mis explicaciones con muchas preguntas e intento utilizar como base las propias intervenciones de los alumnos– mis explicaciones acaban ocupando de manera contundente todo el espacio discursivo. Un cierto histrionismo, algún desliz un punto demagógico, guiños de humor cómplice, todos recursos puestos al servicio de captar la atención del alumnado, facilitar la comprensión de los contenidos, y que, también, de manera no consciente, obturan la expresión del discurso de los alumnos. No deja de ser ésta una situación cómoda, y sobre todo controlada.
En la segunda situación –mi relación individual con los alumnos- la obturación se da por alejamiento del canal de comunicación. Dicho de manera sencilla, cuando mantengo una conversación individual con los alumnos me siento cortado, inseguro, me cuesta encontrar las palabras adecuadas, una fuerte sentimiento de timidez me produce una gran torpeza comunicativa. Se produce aquella frecuente confusión del que interpreta como distanciamiento o desinterés lo que es sólo efecto de la timidez o la inseguridad. Creo que esto nos pasa con muchísima frecuencia a los adultos cuando nos relacionamos con los adolescentes. Y naturalmente es algo que dificulta la apertura del discurso y la escucha.
La alternativa a este tipo de práctica docente no sería únicamente una mayor cantidad de silencio, o un estilo más discreto y participativo..., que también. Una explicación, aparentemente académica, puede contener elementos que faciliten la apertura: algún desafío o provocación, una pregunta que queda sin resolver, una afirmación paradójica o contradictoria, una idea que promueve el conflicto cognitivo. El problema está que, habitualmente, estos recursos no están al servicio de producir la apertura del discurso de los alumnos, sino que tienen un carácter eminentemente retórico, y están al servicio de mejorar y enriquecer la presentación del discurso docente. Este desplazamiento retórico de la participación se evita cuando el profesor se atreve y es capaz de instalar en la clase sus propias dudas, sus incertidumbres, sus puntos oscuros; y la convierte así en un espacio de investigación compartida.
La escucha como recurso didáctico exige ciertas condiciones óptimas: disfrutar de un razonable estado de equilibrio emocional (nuestro interior sería como una habitación, que para recibir de manera confortable debe estar limpia, fresca, sin muebles ni decoraciones innecesarios), sentir un interés empático por aquello que los interlocutores –en nuestro caso los alumnos– puedan manifestarnos, tener alguna pista de aquello que nos interesaría descubrir; vivir la relación en una dinámica de clara horizontalidad, ser capaz de mantener la distancia del canal en una longitud óptima: ni demasiado corta, de forma que el exceso de proximidad produzca azoro o incomodidad, ni demasiado distante, que ya prácticamente la comunicación se convierte en un interrogatorio formal o en un cuestionario evaluador. Si por el contrario, no estamos tranquilos, nos sentimos inseguros, observados o cuestionados, no sabemos muy bien lo que buscamos, e incluso no nos interesa demasiado lo que oímos porque tenemos nuestra mente ocupada con otras preocupaciones, entonces es lógico que la escucha no sea posible, las actitudes sean definitivamente obturantes, defensivas o formales; en estas circunstancias –nuy frecuentes por otra parte– los más recomendable sería relajarnos y rebajar la autoexigencia respecto de nuestras intenciones didácticas.
Un aspecto más a tener en cuenta a la hora de reflexionar sobre la escucha docente y su relación con la apertura-obturación del discurso discente. Hasta aquí he desarrollado la idea de que una didáctica de la filosofía basada en la actividad filosófica más que en la transmisión expositiva de contenidos debía necesariamente promover la expresión del pensamiento de los alumnos. En consecuencia la reflexión se ha centrado en aquellos aspectos de la práctica docente que obturan o dificultan dicha expresión. En este sentido, la idea de obturación estuvo relacionada hasta ahora con el cierre del discurso. Una didáctica no obturadora era aquella capaz de generar las condiciones para que el discurso de los alumnos se exprese.
Creo que damos un paso más si pensamos en la idea de obturación no sólo como cierre del discurso sino también como cierre de la falta en el discurso. Esto significa que una práctica obturadora no sólo impide que el pensamiento de los alumnos se exprese, sino que evita también que se manifiesten sus limitaciones, sus contradicciones y estereotipias, y que se pueda trabajar sobre ellas. En este sentido, una didáctica no obturadora no sólo tendría que ser capaz de generar condiciones para la expresión, sino que además, cuando ésta se produce, tendría que promover el reconocimiento de sus ausencias, generar la necesidad de hacer preguntas, delimitar el ámbito de la investigación filosófica. Precisamente, desde los orígenes de la filosofía, su condición de posibilidad fue el reconocimiento socrático de la ignorancia; quizá el modelo de una didáctica no obturadora sea aquella mayéutica que promovía la expresión para reconocer en ella sus propios límites.
Este paso de la idea de obturación como cierre del discurso a la de cierre de la falta del discurso nos permite completar la idea de escucha, entendida ahora como “escucha activa”, es decir, como dispositivo didáctico que no sólo genera condiciones para la expresión del pensamiento discente, sino también produce continuas devoluciones: a través de la mediación de los contenidos y de los procedimientos cognitivos ensayados a lo largo de la tradición filosófica, el pensamiento discente reflexiona y se desarrolla como pensamiento crítico y creativo.La escucha activa consiste en prestar especial atención a la forma en que discurre el pensamiento de los alumnos, su originalidad y capacidad creativa, su potencia (o capacidad para ofrecer soluciones), las contradicciones o incoherencias que puede presentar, sus estereotipias y prejuicios, sus posibilidades internas para poder acceder a ideas nuevas.
¿Esto significa que se debe dejar a un lado los textos, los autores o los temarios, en definitiva la enseñanza del pensamiento filosófico históricamente reconocido? Más que en “dejar a un lado” se debería pensar en “abrir” el discurso de la tradición filosófica. Ofrecer los contenidos como preguntas o problemas, más que como teorías afirmadas y concluidas. Instrumentalizar los textos y los autores para ayudar a articular y enriquecer el discurso propio de los alumnos. En suma, recuperar la función problematizadora, característica de la actividad filosófica.
Recupero una idea, presente en el pensamiento de Gadamer[1] : la conciencia es un nivel del conocimiento, el pensar en lo pensado, o mejor, el pensar en el hecho de haberlo pensado –momento auto-reflexivo de la autoconciencia–, constituye de por sí un segundo nivel de conocimiento, esto es, un conocimiento nuevo. Éste es en definitiva el efecto de la escucha como dispositivo didáctico: no sólo permitir que el otro diga, sino también crear las condiciones de posibilidad para que el otro, al decir sobre lo que ya ha pensado –es decir, se ha dicho a sí mismo–, despliegue la conciencia reflexiva sobre su propio acto de pensar; cosa que, lejos de ser una mera replicación –nunca nada se repite–, es construir un conocimiento nuevo.
[1] GADAMER, H. (1986), Verdad y Método II, Salamanca: Ed. Sígueme, p. 38.
Vía: Alejandro Sarbach ; blogalaxia,tags: technorati,tag: filosofia
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